
Mientras, por un lado, Donald Trump le dio al mundo un respiro con la tregua de 90 días en su encarnizada guerra comercial global; por el otro asestó un buen derechazo al mentón de China. A pesar de que eliminó los aranceles “recíprocos” a decenas de socios comerciales, incrementó las tarifas a las importaciones chinas hasta un exorbitante 125 %, “con efecto inmediato”.
“En algún momento, y con suerte en un futuro cercano, China se dará cuenta de que los días de aprovecharse de EE. UU. y otros países ya no son sostenibles ni aceptables”, declaró el presidente norteamericano en Truth Social.
Estamos asistiendo a lo que pudiera llamarse Gran Divorcio, la ruptura desordenada entre las dos economías más grandes del mundo, teniendo al resto de los países como testigos presenciales de la poco amigable separación.
Lo que para Trump comenzó principalmente como una disputa comercial, para Xi Jinping —presidente de China y secretario general del Partido Comunista Chino— es algo tan serio como la competencia por el dominio hegemónico del siglo XXI; y hay que entenderlo así.
Y sí, Xi tiene razón. Este enfrentamiento va mucho más allá del comercio. Y nos guste o no, la competencia es bastante pareja. Mientras Trump ha tomado la delantera en la guerra comercial, Xi está avanzando en áreas que pueden ser incluso más trascendentales: inteligencia artificial, manufactura avanzada y el poder militar necesario para apoderarse del trozo de territorio más importante del mundo en estos momentos: Taiwán.
Para quienes seguimos el curso de las decisiones geopolíticas, el momento en que China sería señalada como el principal blanco de la ira de Trump tardó en llegar, pero siempre se supo que era inevitable.
Durante gran parte de su primer mandato, Trump creyó que podía negociar una reducción del superávit comercial de China con EE. UU., el cual representa hoy aproximadamente un tercio del déficit comercial total estadounidense, que ligeramente supera el billón de dólares.
Pero las cosas cambiaron en 2020. Con la economía global y sus perspectivas electorales gravemente afectadas por la pandemia, Trump le dijo a un pequeño grupo de asesores que ni “cien” acuerdos comerciales con China compensarían las pérdidas que Estados Unidos sufrió a causa del COVID19, el cual Trump culpó —con toda razón— a la mala gestión de Pekín y la complicidad de la ineficiente Organización Mundial de la Salud.
“Ya no estoy seguro de que podamos hacer negocios” con China, dijo Trump en la Oficina Oval. “Tal vez sea hora de desvincularnos”, añadió Trump.
Esa idea claramente se le ha quedado grabada desde entonces. Esto fue lo que dijo el martes 8 de abril por la noche: “Miren, me llevo bien con el presidente Xi. A lo largo de los años ha sido así. Pero, ya saben… cuando llegó el COVID, ese fue el final. Ese fue el punto de no retorno”.
Ahora, la relación ya tóxica entre USA y China solamente tiene una tendencia: empeorar. Sin embargo, ¿Podría resurgir el instinto de negociador nato de Trump y superar su impulso de desvinculación? ¿Podría ofrecer una tregua temporal a China, o aliviar parcialmente los aranceles a cambio de que Xi autorice a TikTok a permitir mayor participación estadounidense?
No me sorprendería. Conociendo el carácter impredecible del inquilino de la Casa Blanca cualquier cosa puede pasar. Pero, a decir verdad, un “gran acuerdo” abarcador y definitivo que deje atrás la rivalidad entre EE. UU. y China nunca ha parecido más lejano de alcanzarse que en este momento.
¿Por qué? Porque sencillamente no existe un acuerdo que pueda solucionar el problema fundamental: el modelo económico de Pekín está diseñado como un medio para lograr el dominio político, —no solo económico—, a escala global.
Pero vale recordar que fue Xi quien llevó al mundo a esta encrucijada.
Pekín ya libraba una guerra comercial unilateral contra EE. UU. mucho antes de que Trump asumiera el cargo. Cuando Xi llegó al poder a finales de 2012, redobló el robo descarado y sistemático de propiedad intelectual, las transferencias tecnológicas forzadas, las barreras al acceso al mercado y los enormes subsidios industriales, todo diseñado para extraer la máxima ventaja sin ofrecer concesiones significativas.
Esta relación económica asimétrica ayudó a diezmar la base manufacturera de EE. UU., costando millones de empleos en dos décadas. Ojo, todo esto sucedió con la complicidad tácita de las grandes corporaciones norteamericanas y su inagotable afán de reducir costos y maximizar ganancias a como dé lugar, se afecte quien se afecte. Esas lluvias trajeron estos lodos.
La guerra económica de Pekín forma parte del proyecto ideológico más amplio de Xi. No nos llamemos al engaño; construir lo que él llama una “comunidad de destino común para toda la humanidad”, es su plan para reemplazar la supremacía global estadounidense por la del Partido Comunista Chino.
Es una visión que busca normalizar el control autoritario, marginar los valores democráticos y maximizar la influencia de Pekín para imponer sus reglas en el escenario internacional. Xi está convencido de tener una oportunidad única en este siglo para rehacer, a su uso y semejanza, el orden mundial.
Recordemos el objetivo explícito de China de convertirse en el líder mundial para el 2049, para lo cual están desarrollando todas las estrategias posibles en todos los frentes.
Por si hay dudas, basta leer lo que escribió recientemente el presidente Xi en un manual militar oficial, de circulación restringida: “Nuestra lucha y confrontación con los países occidentales es irreconciliable”.
Así que, mientras Trump vuelve a ser el protagonista de una guerra comercial contra China, Xi está concentrado en una lucha más amplia por el poder global. Para Xi, la victoria no se basa únicamente en dominar el comercio mundial, sino en controlar tecnologías críticas como la inteligencia artificial, que transformarán la sociedad mundial y sustentan el poder económico y militar chino.
No está claro si Trump comprende completamente la magnitud de esta competencia tecnológica-económica. Hasta ahora, Xi está marcando el ritmo en las disputas tecnológicas y geopolíticas, mucho más allá del mero comercio.
Pekín parece estar logrando debilitar las restricciones de Washington a la exportación de chips de alta gama necesarios para el desarrollo de la IA; ciudadanos chinos han sido identificados combatiendo junto a Rusia en Ucrania; y China ensaya, a la luz del día, un posible bloqueo o invasión para capturar Taiwán.
La cuestión de Taiwán es la más importante y decisiva de todas a mediano y largo plazo.
Según el Fondo Monetario Internacional, el Producto Interno Bruto per cápita de Taiwán alcanzó los 32,440 dólares estadounidenses en 2023. En términos de PIB nominal, Taiwán se sitúa cerca de Polonia y Suiza, mientras que su PIB per cápita expresado en paridad de poder adquisitivo es similar al de Dinamarca y los Países Bajos.
Taiwán se ha convertido en un socio importante de Estados Unidos en materia de comercio e inversión, semiconductores y otras líneas de suministro críticas, inversiones específicas, ciencia y tecnología.
Trump podría ganar una guerra comercial con Xi y aun así perder el dominio global si Taiwán es anexada por la fuerza a China. Esto se debe a que la economía estadounidense y su ventaja tecnológica actual dependen, en gran medida, de los semiconductores avanzados que solo se fabrican en Taiwán.
Mientras Taiwán siga siendo una democracia, Estados Unidos, -y no China-, tendrá acceso privilegiado a esos chips. Una invasión china cambiaría completamente esa dinámica.
Aunque la importancia de la desvinculación económica no puede subestimarse. Al distanciar la economía estadounidense de la china, Trump podría estar dando los primeros pasos hacia una política más amplia que refuerce la posición del Tío Sam en temas clave como la tecnología y el futuro de Taiwán.
Podría improvisar su camino hacia el éxito aislando a China, en lugar de alienar al resto del mundo libre. Juntos, -Estados Unidos, la Unión Europea, Japón, Reino Unido y Australia-, representan cerca del 56 % del consumo global, un bloque económico enorme frente al 13 % que representa China.
No olvidar que India y otras grandes economías están ansiosas por cerrar acuerdos con Trump.
Este poder colectivo de compra ofrece una enorme ventaja geopolítica, si se sabe aprovechar. El primer paso es lograr acuerdos comerciales que reduzcan considerablemente las barreras con los países aliados en comparación con China.
Ahora, Trump no inició esta guerra comercial. Comenzó cuando China ingresó a la OMC hace un cuarto de siglo prometiendo abrir sus mercados, pero en cambio usó ampliamente sus recursos estatales como armas para dominar industrias estratégicas y bloquear la libre y justa competencia.
Pero Trump puede terminar esta guerra en términos favorables si aprovecha el poder de las economías de mercado reales del mundo para aislar a China sin aislar a Estados Unidos.
Como dijo el secretario del Tesoro, Scott Bessent, el miércoles por la mañana: “Probablemente podamos llegar a un acuerdo con nuestros aliados… y luego podemos acercarnos a China como grupo”.
La actual pausa de 90 días en los aranceles “recíprocos” sugiere que Trump podría tropezar, y descubrir, esta estrategia casi sin querer. Si logra hacerlo bien, tendrá una excelente oportunidad de ganar la contienda del siglo.
LV, NV, 04/11/2025
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